El movimiento Slow, más conocido como Slow Life, es una corriente o filosofía de vida que me interesa mucho últimamente.
Vivimos a contrarreloj. Desde que suena nuestro despertador por las mañanas empieza nuestra "carrera" diaria: una ducha rápida, un desayuno frugal, el atasco de turno, la jornada laboral. Luego comer algo rápido y casi de cualquier manera, otra carrera para recoger a tiempo a los niños en el colegio, y todo ello mientras actualizamos nuestro perfil de Facebook, subimos un par de fotos a Instagram y comentamos las últimas noticias en Twitter.
La multitarea se ha apropiado de nuestras vidas: somos capaces de hablar por teléfono, conducir o comer mientras consultamos nuestro correo electrónico. Nos vamos de vacaciones e intentamos que nos cundan como si no hubiera un mañana. Queremos hacerlo todo en los días de descanso, dormir un poco más, ir a la playa, hacer deporte, conocer sitios diferentes, leer todos esos libros atrasados, aprender algo nuevo, aprovechar para tener un poco de vida social...
La filosofía Slow aboga por reducir el ritmo a veces frenético de nuestras vidas. Dejar de mirar el reloj y disfrutar de lo que se hace en cada momento son algunas de sus máximas. Lo que nació en Italia como un movimiento que abogaba por la buena alimentación, por el placer de la comida pausada y la buena conversación (Slow Food) se ha extendido a múltiples aspectos de la sociedad, desde el sexo hasta la moda o la educación.